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EL BÁCULO DEL OBISPO: La Cruz y la Eucaristía: el antídoto contra el pecado y la muerte
Linda Oppelt

EL BÁCULO DEL OBISPO: La Cruz y la Eucaristía: el antídoto contra el pecado y la muerte

By Bishop James R. Golka

El 14 de septiembre celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.  Esta gran fiesta nos ayuda a recordar todo lo que la Cruz revela sobre el amor misericordioso de Dios por nosotros y cómo la muerte de Jesús en la Cruz no sólo nos reconcilia con Dios, sino que restaura nuestra profunda e íntima comunión con Él.

Cuando miramos a Jesús crucificado en la Cruz, se nos revelan dos verdades fundamentales.   En primer lugar, el horror de Cristo crucificado nos revela el verdadero horror de nuestro pecado.  Fueron todos nuestros pecados los que hicieron que Jesús sufriera una muerte tan cruel y agonizante.  En una cultura que tiende a trivializar el pecado e incluso a celebrarlo, la Cruz nos recuerda las consecuencias reales de nuestro pecado y cómo hiere profundamente nuestra relación con Dios y con los demás.  Por lo tanto, la conversión continua y el arrepentimiento por nuestro pecado deben estar en el corazón de nuestro discipulado cristiano. Pero la Cruz también revela la respuesta de Dios al pecado: el inimaginable amor y misericordia de Dios por nosotros, que le movió a dar a su Hijo único para nuestra salvación.   Como nos recuerda San Juan Pablo II: “¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha ‘merecido tener tan grande Redentor’, si ‘Dios ha dado a su Hijo’, a fin de que él, el hombre, ‘no muera sino que tenga la vida eterna’”  (Redemptor Hominis, 10). La Cruz es nuestro gran consuelo y esperanza de que, si nos volvemos a Dios y nos arrepentimos de nuestro pecado, su misericordia y su amor por nosotros perduran para siempre. 

Es también a través de la Cruz que Jesús nos da plenitud de vida y restaura nuestra íntima comunión con Dios que se perdió por el Pecado Original.  De hecho, los Padres de la Iglesia, como San Efrén, llamaron a la Cruz el “nuevo árbol de la vida”.  Para entenderlo, tenemos que remontarnos al Libro del Génesis.   Después de que Dios creó a Adán, “El Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado.  Y el Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles, que eran atrayentes para la vista y apetitosos para comer; hizo brotar el árbol del conocimiento del bien y del mal”  (Génesis 2, 8-9). El árbol de la vida que estaba en medio del jardín representaba la íntima comunión de Adán y Eva con Dios.  Mientras comían del fruto del árbol de la vida, compartían la vida y el amor de Dios. 

Trágicamente, Adán y Eva, tentados por el diablo, desobedecieron a Dios y eligieron comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal creyendo “que cuando ustedes coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y Maligno”  (Génesis 3, 5). Adán y Eva rechazaron a Dios y la vida y el amor que les ofrecía, y se separaron de Dios.  La consecuencia última de este Pecado Original se revela cuando Adán y Eva fueron expulsados del jardín del Edén: “Después el Señor Dios dijo: ‘El hombre ha llegado a ser como uno de nosotros en el conocimiento del bien y del mal.  No vaya a ser que ahora extienda su mano, tome también del árbol de la vida, coma y viva para siempre’.  Entonces expulsó al hombre del jardín de Edén, para que trabajara la tierra de la que había sido sacado.  Y después de expulsar al hombre, puso al oriente del jardín de Edén a los querubines y la llama de la espada zigzagueante, para custodiar el acceso al árbol de la vida”  (Génesis 3, 22-24). Al no poder comer más del fruto del árbol de la vida, Adán y Eva perdieron la comunión con Dios y la participación en su vida divina. 

Siglos más tarde, en el punto culminante del amoroso plan de salvación de Dios, encontramos a otro hombre en un jardín.   Jesús, el Nuevo Adán, estaba en el huerto de Getsemaní sufriendo su agonía la noche antes de morir.   A diferencia de Adán, Jesús obedeció perfectamente la voluntad del Padre, y por gran amor a nosotros abrazó la Cruz y realizó nuestra salvación.   Jesús, el Hijo de Dios ofrecido en sacrificio en el madero de la Cruz, se convierte en el Nuevo Árbol de la Vida a través del cual volvemos a tener acceso a la comunión con Dios y a su vida divina de gracia. Pero recordemos en el Génesis que a Adán y Eva se les prohibió específicamente comer del fruto del árbol de la vida.  Entonces, si Jesús crucificado en la Cruz es el Nuevo Árbol de la Vida, ¿cuál es su fruto?   Jesús mismo nos dio la respuesta: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.  El que come de mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.  Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida”  (Juan 6, 53-56).  

Desde el altar de la Cruz, Jesús nos da a comer su cuerpo y su sangre en la Eucaristía, para que podamos volver a tener una comunión íntima con Dios y compartir su vida para siempre.  La Cruz y la Eucaristía son inseparables, y juntas son el verdadero antídoto contra el pecado y la muerte. Aclamemos con alabanza gozosa y agradecida: “Te adoramos, oh Cristo, y te alabamos, porque por tu santa Cruz, has redimido al mundo”.

 (Traducido por Luis Baudry-Simón.)

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